aviso al lector

Cada una de las historias y anécdotas que encontrará en este blog son producto de una mente perversa y sobre-dopada. Los lugares, como los nombres o las expresiones son ficticios y ningún parecido con la realidad debe ser tomado en cuenta.

Si, bajo su propia responsabilidad y criterio, decide creerlas, ... ¡eso que se lleva!

lunes, 21 de junio de 2010

... líbranos del mal ...

Este fin de semana, una amiga, dentro de una conversación cualquiera y como mera anécdota, me contaba que conoce a una mujer de unos 30 años que vive atemorizada por su ex marido. Al oírla y recaer en cada uno de los detalles que me narraba, sentía más y más angustia, más y más miedo. Como dormir con el enemigo, como vender tu libertad al diablo, demasiadas mujeres sufren acoso, extorsión, amenazas, maltrato y vejaciones por parte de los hombres de sus vidas. Y ninguna de nosotras está a salvo. Para hablar con ella, él ha dejado de utilizar su nombre, y, sin tapujos, la denomina “puta”, “zorra” y quién sabe cuántos horrores más. Hace dos años que no viven juntos, han rehecho sus vidas y tienen dos hijos en común. Pero él, hoy, ha decido entorpecer su existencia.

Los hijos, su padre, la vida por delante, el miedo, comer cada día, ofrecerles lo mejor, asegurarles un futuro, dormir en paz, llegar a mañana... Qué complicado seguir. Qué difícil envalentonarse. Qué arriesgado no hacerlo.

He rozado con los dedos la violencia de género. Yo era muy joven, sólo 7 años, aquel era un país casi extraño, ella era mi tía y él... él recogerá lo sembrado antes o después. Una mañana, jugaba en el jardín con mi primo y no recuerdo porque razón entramos en casa. Los oí discutir y evité la escena, porque las cosas de mayores, de mayores son y, desde mi corta experiencia, nadie salía perjudicado del rifirrafe. Pero mi primo, con 6 o 7 años por entonces, quería entrar, quería acercarse, quería que supieran que él estaba allí. Deseaba calmarlos, necesitaba interponerse y no supo explicarme más que de una forma lo que podría pasar si no le dejaba llegar al pasillo:

“déjame, ¡qué la mata!”

Se me escapó de las manos y detrás de él me personé en aquel maldito corredor. Justo a tiempo para ver el tremendo puñetazo, el choque de ella contra la pared y el lento escurrir de su cuerpo inmóvil, pesado, como un saco, hasta esparramarse por el suelo. Corrí. Cuanto pude o cuanto supe y pasé el día escondida entre la leña cortada, bajo el cerezo, a unos metros de casa, a salvo del monstruo.

Una experiencia así nunca abandona la retina y define el color con el que miras a hombres, a mujeres y matrimonios. Diseña el tamiz con el que separas lo propio de una discusión de lo extraordinario e impertinente. Un mañana como aquella deja en la piel una huella marcada a fuego lento.

Ni la historia de mi amiga hablaba sobre una mujer sin recursos ni educación, ni todo el maltrato conlleva la agresión física. Existen miradas que insultan, palabras que encierran y reglas que abofetean. Ricas y humildes, licenciadas y analfabetas, ninguna de nosotras está a salvo.

No he tropezado en mi cama con un ser como aquel. No puedo asegurar y jurar al cielo que no viviré otros momentos como aquellos, desde la misma o distinta perspectiva. Pero cada vez que conozco una historia parecida, me repito en voz alta que cuidaré de mi misma y de las mujeres de mi vida mientras conserve cordura y fuerza para mirar al enemigo a los ojos.

El Amor. Esa trampa en la que caemos con gusto. Muchas veces, en el fondo del foso, espera un lecho de flores que paran la caída y perfuman la estancia. Otras, no hay flores, ni agua, ni plumas, ni colchón, ni mano amiga, ni perfume, ni tirita que alivie el dolor. Otras, simplemente, duele.

El día en que El Seminarista tomó la rienda de nuestra relación, tomo la rienda de mi energía. Por las circunstancias de aquel tiempo, por la inseguridad que la infidelidad de mi pareja me dejó o por puro desconocimiento, entré en aquella dinámica de negación, alienación, esperas, desplantes e incertidumbre. El Seminarista no me profirió un solo insulto, ni una sola mirada despectiva, ni, por supuesto, me rozó desde la violencia. Pero recuerdo aquellos días con amargura y me reconozco en la tristeza, en la angustia y la dependencia de otras mujeres. Admito el reproche en mis ojos al mirarme al espejo, pues si él no me quería, nadie lo haría.

Llegué a creer que no era digna de llevarme de la mano a un restaurante o de tomar un inocente café junto a mí en la ribera del río. Yo sólo valía para esperar y para satisfacerle en la medida en que me reclamara. No me llamó “puta”, pero me hizo sentir como tal.

Dormir con el enemigo o dormir en nuestro propio pellejo, ¿Cuál de las dos compañías supone el verdadero peligro? ¿Un proyecto de hombre me cambia por una pueblerina de relativo sentido estético o del ridículo y yo me convenzo de que no valgo nada? ¿Un retorcido pijo de barrio desconfía de mi concepto de la fidelidad y yo asimilo que soy una furcia común? Es crudo, pero me induje mayor mal del que ellos podrían propinarme. Sigue siendo crudo, pero tuvo que llegar alguien, también un hombre, para que yo rompiera el viejo espejo y mirara directamente hacia mi interior.

Carlos llegó como un regalo y en tres semanas intensísimas, devolvió la fe a mi agenda, revivió la fuerza de mis pasos y fijó los mínimos de mis futuras relaciones. Reconozco que exploté en gritos y me arrugué de miedo al recibir su proposición: "¿hace un cine?"

Ir al cine con un chico había quedado excluido para mí, indefinidamente. Yo, desde mi arrojo, desde mi carácter y mi visión libre de la vida; temblaba de miedo ante la idea de salir a la calle con un tipo. Me regaló tantas cosas. Me ofreció tanta felicidad en tan poco tiempo, que cuando se fue, porque se fue para volver con su ex (la versión femenina de El Seminarista) sufrí incalculable y desproporcionadamente. Sólo tres semanas, como sólo fueron unos instantes los que presencié aquella mañana de hace muchos años; y, sin embargo, la huella de ambos momentos sigue latente, haciendo a la maravilla su función.

Ningún hombre, por ser hombre, detendrá mi camino, por ser mujer.
Ningún hombre, por ser hombre, despreciará mis sentimientos, por ser mujer.
Ningún hombre, por ser hombre, golpeará mi cuerpo, mi mente, mi espíritu o mi voluntad, por ser mujer.
Ningún hombre es un hombre si no respeta a una mujer, precisamente,... por ser una mujer.

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