aviso al lector

Cada una de las historias y anécdotas que encontrará en este blog son producto de una mente perversa y sobre-dopada. Los lugares, como los nombres o las expresiones son ficticios y ningún parecido con la realidad debe ser tomado en cuenta.

Si, bajo su propia responsabilidad y criterio, decide creerlas, ... ¡eso que se lleva!

lunes, 26 de abril de 2010

marta



He conocido a mucha gente y he oído muchas historias. Me gusta escucharlas. Me gusta ser espectadora de esos momentos de viaje al pasado. Algunos de sus protagonistas son maravillosos narradores. En otras ocasiones, nadie me ha contado nada, yo he tenido la fortuna de ser testigo de las anécdotas.. los hilos que las unen y dan forma a cada biografía, a veces los invento, otras veces los reconstruyo a partir de sensaciones.

Una de esas historias que conocí es la que la misma Marta me relató.
Hace algún tiempo, si me hubieran dicho que pasaría tantas horas escuchando y admirando a esta chica, definitivamente, habría soltado una risotada y, acto seguido, habría gritado con horror: ¡¿Qué broma es ésta?! ¡No hay más que adornos en esa niña!

Efectivamente. Mucho de lo que compone a Marta es decorado. No recuerdo haber conocido, en mi vida, a una persona tan coqueta. Es una filosofía de vida, he llegado a esa conclusión. Sobrevive tan preocupada por su imagen, tan concentrada en cuidar de ella, tan obsesionada con su apariencia desde el primer pelo a la última uña del pie... Nunca encontré a una persona que dedicara tantos recursos a llenar y rellenar su armario… al menos, nunca con tanto gusto.

Pero la verdad es mucho más que lo que se puede ver. Tiene una cara dolorosamente preciosa, eso salta a la vista. Y tiene un maravilloso pelo y un estilo cautivador… Cuando amenazaba con ser una eterna muñeca de exposición, abre la boca e inunda cualquier escena con su ingenio. Resulta ser muy divertida, muy espontánea, tan pícara, tan aguda, que es casi cruel. Me arranca sin remedio las más sinceras carcajadas. Si nadie la mira, Marta baila y baila. Y si está cómoda, habla y habla.

Cuando Marta habla, quien escucha no tiene nada que decir, porque Marta, la gran mayoría de las veces, habla de lo que mejor conoce, de lo que más sabe, de amor. Perdón, de AMOR, porque el suyo fue un amor con letras mayúsculas. Un amor de los que duelen, de los que hacen más daño que favor, de los que martirizan el corazón y el alma, de aquellos que te apartan del mundo, de tus sueños y tu vida anterior. Un amor enfermizo, un amor ignorante, indefenso, un amor o un castigo, pero un amor como un tatuaje, para toda la vida.

Es joven, es demasiado joven y ya tiene su futuro escrito. Sólo anhela encontrar quien le haga olvidar los tres mejores años de su vida. Los que asegura desearía no haber vivido nunca y, diga lo que diga, está condenada a enmendar en su cabeza.

Conozco a Marta desde que era muy pequeña, ha cambiado tanto. No estoy segura, pero creo que nunca tuve una opinión de ella… era una niña normal, quizá tímida, quizá insegura, un poco arisca… Lo que no olvidaré de ningún modo es su imagen sobre un escenario cantando “Eres la reina del pop, una diva sin nombre, un montón de ilusión…” Supongo que ya apuntaba maneras.

Después de años, volví a encontrarla por azar, y ya no quedaba nada de aquella chiquilla. Por entonces, ya podía presumir de belleza y, de hecho, lo hacía. Tenía y tiene un rictus serio y despiadado, una de las miradas más soberbias que he sufrido. La fachada de Marta es su mejor escudo, su mejor arma. El mejor guardián para el tesoro que guarda dentro.

Y, por entonces, ya andaba engatusada en aquella relación complicada. Complicada, por darle nombre. No me gustaba lo que veía, pero no era yo quien debiera opinar o darle consejo. En aquel momento, no sólo no éramos amigas, si no que, además, su concepción de mi no me daba opción a escapatoria. Me repudiaba. Estoy segura.

Cuando se conocieron, él tenía pareja y Marta fue la otra, el tiempo que una situación como aquella y un carácter como el suyo pudieron resistir. Ya lo he dicho, pero no puedo evitar reiterarme, era tan joven… y tenía tanto coraje. Se armó de fuerza y valor y dio la cara ante quien fue necesario. Defendió su historia en la clandestinidad como pocos defienden lo más sagrado. La admiro, es la verdad. Creía en aquella locura hasta límites insospechados, y se jugó el cuello por él. Lástima que él no supiera jugar.

La relación de Marta y Andrés tuvo grandes dosis de violencia. Creo que todo entre ellos era así, muy violento. Porque no era pasión, si no furia animal. Discutían como fieras, se reprochaban como tales y como los mismos animales se cuidaban y protegían. Pasaban horas hablando de lo que sería la vida juntos, cuando crecieran, cuando dejaran de hacerse daño para ser viejitos y disfrutar de ver la vida pasar.

Pero no llegó el día en que maduraran, ni el día en que abandonaran el pasado. Marta nunca confío en él, nunca creyó en su fidelidad y él nunca dejó de mentir, aún nos preguntamos qué hubo en él de verdad. El amor, como un juguete, se rompió. Y si no lo hizo, decidieron mirar a otro sitio y olvidarse para siempre, por muy imposible que eso fuera.

El tiempo todo lo cura, otros clavos se enfrentaron a los clavos bien aferrados a la piel. Se bañaron en el jugo de otras moras, pero nada ni nadie ha sacado a Andrés del corazón de acero de Marta. Me aventuraría a decir que, por lo que puedo leer en sus ojos, tampoco ella ha desaparecido del suyo. Pero ahora todo es distinto, otros amores, tanto daño hecho, tanto tiempo, tantas promesas y tanto olvido… parece que volver a atrás es imposible, no hay cura para mi Julieta.

He observado esta historia desde muchos prismas, he sido práctica, he sido demagoga y he intentado convencer a esa niña de lo acertado de la decisión, de lo inapropiado de la relación. He malgastado saliva inyectándole seguridad, positividad y sobredosis de esperanza. Pero la he oído hablar y hablar y hablar; la he visto llorar y llorar y llorar; me he reflejado en ella, he intentado no escuchar y he sucumbido al dolor y a la impotencia.

Tengo que admitir que la última vez que me atreví a aconsejarle le susurré: Ve, Marta. Ve y búscalo. Recupéralo, como lo hiciste aquella vez. Lucha por lo que quieres así, porque no puede haber razón más fuerte que la velocidad a la que te sacude el corazón al tenerlo enfrente. No puede haber rencor que acabe con la urgencia de tocarlo, con las ansias por abrazarlo, con la obligación de perdonarlo, huir y volver a empezar.

Una noche, por casualidad, Marta y yo comenzamos a hablar. Hablamos de mi prima, de su desdicha, de lo mucho que merecía y no había tenido y de todo lo bueno que estaba por llegar. No sé en qué momento dejamos de hablar de ella para hablar de nosotras. Y entre confidencia y empatía, me confesó aquella concepción que tuvo de mí y lo distinta que le parecía viéndome desde tan cerca. Marta siempre me provoca una sonrisa.

Desde aquella noche, nuestros encuentros se multiplicaron, nuestras charlas eran cada vez más largas y ahondaban más en lo que ya sabíamos. Quiero creer que nuestro apoyo le ayudó a tomar la decisión de abandonar alguna historia sin sentido. Me gusta sentir que empieza a convivir consigo misma, sin un hombre al lado que la distraiga, gracias a nuestra intromisión en su aderezada vida.

Marta ha venido a nuestras vidas arrastrada por la soledad. No puede estarse quieta, porque, sin remedio, agarra el teléfono e intenta acercarse a lo prohibido. Porque Andrés está terminantemente prohibido. Marta ha venido para alegrarnos las tardes, no porque sean tristes, si no porque ella les imprime una locura y una velocidad que Julia y yo ya habíamos perdido.

Pensando con frialdad, no estoy segura de que Marta se quede para siempre con nosotras. En el momento en que llegue a su vida un nuevo gran amor que la eleve a los cielos, nos olvidará, es así. No habrá más reclamos a deshoras, ni más 34 llamadas diarias a cobro revertido, ni más horas de café e inventos extraordinarios. Aunque el viaje al paraíso le cueste la salud a otro o la nube en la que viaje sea la del sentimiento que quiere ser más de lo que es. Aquella nube que va rápido para que no caigamos en la cuenta de que es un error seguir en aquella dirección. La misma nube que no la aparta de los recuerdos, que llena su tiempo, pero no su corazón.

viernes, 23 de abril de 2010

Tanto y tan poco

Diluvia. Me estaba acostumbrando al buen tiempo, al calor en las tardes, a las mañanas más frescas, a olvidar la chaqueta y ansiar unas sandalias.

La primavera, como el otoño, en esta ciudad es fabulosa. Si algo me gusta de la salida del trabajo, además de lo que salir de aquella oficina implica, es el olor que impregna la acera de camino a la parada del autobús. Creo que son nardos. Unas fantásticas casonas pueblan la calle, en la parte delantera, presumen, porque pueden, de sus pequeños jardines. Sueño con descubrir sus interiores. Mientras tanto, me conformo con esos perfumes.

Si los días y las preocupaciones no resultaran tan agotadores, caminaría hasta casa... Si no extrañara tanto mi cama, unos instantes de silencio y soledad, recorrería tranquila media ciudad. Pero no tengo fuerzas y no puedo malgastarlas, más me vale reservarlas. No son buenos tiempos para los corazones débiles.

Las noches son mínimas, no alcanzo a saborearlas. Las paso entre desvelos y pesadillas. Vuelan las horas y, sin embargo, juraría que no las he dormido.

Agitados corazón y cabeza, busco soluciones y fórmulas, respuestas y explicaciones a la situación de mis padres, por qué siguen juntos, cómo saldremos de esta ruina. Me preocupan mis amigos, cómo agradarlos, cómo compensarlos. Ella, su tristeza, la gran pérdida. El trabajo, la incertidumbre, el escalofrío y el miedo a qué ocurrirá mañana si no encuentro una alternativa.
Sobrevivir y soportar, romper con todo y afrontar un futuro más incierto, más oscuro, sin aire...

Y mientras, le necesito tanto... Ha pasado un mes y medio. Parece una eternidad sin sus ojos, sin sus manos, ni sus besos. Y sólo ha sido un mes y medio.

Lo largué de mi vida y la realidad es que no intentó volver a ella.
Quedó claro quién es el hombre maduro y experimentado, quién la quinceañera soñando crecer a su lado. No llegó a convencerme su miedo a... su miedo a sentir, a cerrar los ojos para que cada roce fuera más intenso. Miedo a querer con la certeza de ser querido. ¿Cómo es posible?

¿Acaso no tuvo esa certeza?

Divertida, le narraba con detalles cada una de mis aventuras de cama. Él escuchaba y parecía distante a todo aquello: “¡Claro que sí! Tienes la edad de disfrutar, ¡hazlo!” ¿Realmente no le importaba con quién fuera? ¿Con quién durmiera? ¿Nunca le dolió oírme hablar de otros placeres, otras palabras, tantas promesas?
Decía pensar en mí en sus viajes, extrañar, desear y reservarse para nosotros. Decía disfrutar de mi compañía, sentirse cómodo, como en casa, entre mis piernas... pero no ha vuelto. No ha movido un solo dedo por volverme a ver, por saber de mí, por lograr un acercamiento.

A veces caigo en la cuenta del dolor del primer amor, aquella mujer que de un portazo, rompió su corazón y le dio las claves para convertirlo al frío.
Puede ser tan metódico. Todos conocen esa faceta suya, distante, solitario, huraño y malhumorado. Pero dudo que alguno de sus amigos, alguna de sus muchas conquistas, lo hayan visto emocionarse escuchando una canción. Lo hayan visto disfrutar con programas infantiles una tarde de domingo. Ninguno lo ha oído reír como yo. No puede haber mirado a sus “amigas” como me ha mirado tantas veces a mí.

Le necesito tanto y me siento tan engañada. Tan traicionada. Tan idiota.

Seguramente, envenena a cada mujer de la misma forma. Como una principiante, he caído en su trampa. Pese la defensa que ideé. Pese al escepticismo del principio. Pese al cálculo de cada gesto, cada palabra y cada confesión. Apuesto a que se aburrió y ya no hay motivos para seguirnos amando. Debe estar hecho de cartulina... y le extraño tanto.

Quizás, los seres humanos, deberíamos adoptar funciones propias de relojes, calculadoras o televisores. No me vendría nada mal un “reseteo”, también sería muy recomendable para algunas de mis mejores amigas y otro tanto para mis mejores conocidas.

Nos quedamos sin margen de acción con cada “gran amor” de pegatina. Se van grandes canciones, grandes recuerdos en lugares por los que paseamos, sábanas en las que nos perdimos. Si una aceptable aventura o relación (hoy día, incluso la etiqueta usada puede ser señal de falta de respeto, intenciones castradores y correspondiente ruptura) conlleva una dolorosa renunciación, traumática resaca y amarga reinserción a base de no volver a escuchar baladas, renunciar al sushi, detestar Italia, incluso, huir de cualquier asunto relacionado con la salud bucodental y sus profesionales.

Llegará el momento en que no habrá platillo que probar, parque por el que caminar o melodía que tatarear... ¡Incluso mi ropa me recuerda a él!

Cambiar de aires. Opción recurrente, dicen que saludable y a todas luces, beneficiosa. Pero no puedo dejar atrás a todos los que me necesitan porque me han vuelto a romper el corazón.
No puedo empezar de cero sin saber dónde voy, ni tener un motivo de peso... ¿Cómo sobrevivir sin el aroma del jardín vecino, sin las mañanas frescas y el sol abrasador de las tardes de esta bendita ciudad...?

¡¿A quién voy a engañar?! Sólo ha pasado un mes y medio. No es suficiente para olvidar tanto... y tan poco. El tiempo lo cura todo, sí, según qué hagas con ese tiempo.

¿Y si lo volviera a ver?... Valdría la pena. Hay cierto placer en el dolor del olvido. El shock, la negación, la frustración de los primeros días, deja lugar a la curiosa satisfacción de reconocerse en letras, en personajes de ficción, en historias de otros. “Cambiar de aires” supone comprometerse, en cierta medida, a salir adelante, a recibir las enseñanzas positivas... de manera que ya no hay lugar para proclamarse la abandonada, la sufridora o, lo que es mucho mejor y, no obstante, menos creíble: aquella que está mucho mejor sin ti, porque no le duele tu infidelidad y mis amigas y yo saldremos hoy para quemar la noche.
En mi caso, ni mejor, ni peor, ha acudido a mí una canción reveladora, acompañada de una voz eterna y una personalidad que me viene como anillo al dedo. En mi caso, y es una elección personal, prefiero no borrar y empezar de cero, de momento. “El último gran amor” aun me duele, junto con otras cosas. No me arrepiento de haberlo creído. No reniego de cuanto le extraño. El tiempo y su perfume dirán si nos hemos de curar.


Audio: Rien de rien. Edith Piaf.

jueves, 22 de abril de 2010

Llamada perdida


Resaca humillante e inhumana. ¡Bendigo las fiestas mayores!

Pese a que el trabajo que me esclaviza no me deja lugar para excesivo esparcimiento, los últimos dos días han sido muy divertidos. El reencuentro con amigos, los careos, las sevillanas bailadas a medias, ¡uy! ¡Mira aquel que porte!, ¡Anda! ¡Pues no te pierdas aquel otro!...

La recomiendo a todo el mundo, la Feria de Abril, el mejor de los remedios para la apatía. La hospitalidad de la gente, el color, la música, tanta belleza reunida...

A una gran amiga se le ocurrió la idea de ataviarme para la ocasión y, de repente y sin previo aviso, me vi entre volantes y mantoncillos. ¿El efecto causado? Más que una flamenca de pro, parecía una guiri perdida, en busca del guía turístico... pero lo cierto es que de aquella guisa, me quedaba el taconeo mucho más efectivo.

Aún me duelen los pies, creo tener rozaduras en varios puntos de mi cuerpo... y, sinceramente, no todas producidas por los zapatos... sigo sufriendo pequeñas y eventuales náuseas y he jurado no volver a pisar el real el resto de la seman. Pero conforme se despeja una, en la oficina, porque no queda más remedio, y con la ayuda del rumor de la lluvia de fondo, recuerdo algunas cosas con mucho cariño, otras... las he olvidado.

Mis días, en general, pueden ser muy variados, pero es que en las últimas 48 horas, he notado que además son vertiginosos... ¡Nada como la soltería para unas jornadas festivas! Pero eso hay que desgranarlo en otros capítulos.

El caso es que en esta ciudad siempre hay un motivo para brindar y ese brindis siempre puede venir acompañado de un guiño, una carantoña y un baile arrimao. El problema surge cuando varios brindis se suceden y ellos piensan que todo es posible en la viña del Señor. Por suerte, mi teléfono cuenta con un dispositivo especial, las llamadas entrantes a partir de las 12, son clasificadas X, el politono pierde intensidad y mi cerebrito no las asume.

Es lo que tienen las fiestas. Los ex y sus urgentes melancolías, esa necesidad imperiosa de contarte un secreto que jamás te expresó, aquellos recuerdos que le devuelven tiempos mejores y tiene que compartir contigo... o simplemente, son las 6 de la mañana y no hay en 3 metros a la redonda nada mejor.

¡De ahí los consejos COSMOPOLITAN! ¡Basta de pensar que las revistas femeninas no son fieles a la realidad, que se basan en superficialidades! A más de uno le pasaba yo el reportaje especial “Despide el año con dignidad”. Porque aparte de combinar con decencia 2 horas de peluquería con gorrito de cotillón, además de lo importante que es no beber en demasía para poder visionar las fotografías del evento al día siguiente sin llorar; una enseñanza básica que aprendí y subrayo es: “Sal de casa con teléfono móvil, nunca sabes cuándo lo necesitarás. Pero déjalo apagado en tu bolso, hermosa, te ahorrarás llamadas sin sentido a ex novios y rollos insuficientes. Te lo decimos por tu bien.” A esta gran realidad, añado la siempre presente posibilidad de ser tú quien tenga que sufrir esa patética llamada, y lo que es mucho peor, evitas el riesgo de aceptar tratos y creer sandeces.

En concreto, el indecoroso reclamo del lunes venía de parte de un personaje secundario y, sin embargo, frecuente en mi agenda. Una aventura prehistórica que se ha empeñado en mantenerse actual, si bien sus métodos y coletillas resultan totalmente anacrónicos.

Acepto que, en su momento, caí en las redes del exotismo, me deje llevar por el mito, la fantasía de lo que podría ser aquel ser entre mis manos... Es negro y la leyenda popular ha causado estragos en mi imaginario. No obstante, ¡los negros deberían ser negros a tiempo completo! El sex appeal de los primeros momentos desapareció cuando el negro resultó ser pedante y estirado cual señorito medio y repetitivo y vago como... como... ¡¡¡como una morcilla cruda!!! Inerte, insípido, indoloro... Sí, he dicho indoloro... Aquello no era para tanto.

A la desilusionante sensación del principio, siguió la pereza de aguantar su convicción en que era lo mejor que me había pasado. ¡Más aún! Él era lo mejor que le había pasado a este país.

En fin, es un problema inherente del género masculino, deberían revisarlo, pero no, no lo hacen, y el resto de seres vivos los padecemos sin remedio.

Las pretensiones de este señor se acentuaron con el paso del tiempo. Apuesto a que mi postura huidiza y mi negativa absoluta al reencuentro tuvieron algo que ver. La situación empeoró cuando, por asunto del destino y la propia suerte, una
sobresaltada noche de verano me ligué a un moreno de impresión, casado, pudiente y apasionado, que resultó ser el jefe de aquel primero, ante lo que los dos metros de chocolate puro, no supieron más que intensificar su asalto, aliñado con ataques de celos sin propósito, explicación o sentido común.

Peco de asertiva, en el fondo, quizás le he cogido cariño...

No es el primero que se vale de estas tristes estrategias y la culpa es sólo nuestra. La primera vez que lo hicieron, aceptamos inocentes. Obviamos la verdad más clara: ningún hombre al que le importes alterará tu sueño sin previo aviso. ¡Ningún hombre al que le importes querrá que le veas borracho y maloliente clamando calor!

Ningún hombre al que le importes te mentiría de manera tan zafia, porque la mentira también huele... apesta a rancio, a gastado y no lavado, a demodé.

En fin, calma, de todo se aprende. En cada una de estas anécdotas, mejor extraer los detalles positivos, comentarlos con las amigas, reír a costa de los malhumorados, los caprichosos, los fantasmas de media noche, en definitiva, los “sin recursos”.

Apagad el teléfono, flores del campo, y ¡degustad el rebujito a mi salud!

martes, 20 de abril de 2010

Los hombres que no tengo. Las mujeres que no soy.

Época de bodas. Es inevitable.
Con el buen tiempo, las mujeres pierden la cabeza y en ellos se acusa ese miedo a la soledad eterna, a no tener quien les planche la ropa y les prepare la cena, a perder el pelo, los dientes, el encanto y la capacidad para el engaño... pero, sobre todo, el miedo a envejecer y a hacerlo en soledad.

Algunos acumulan casi un década de noviazgo, con sus altos, con sus bajos... con sus decepciones y sus convicciones,”no es para mí”, “no me hace feliz”, “ni siquiera me merece”... pero es terrible envejecer... mucho más, como decía, hacerlo en soledad.

Además de esas parejas que acaban en boda irremediablemente, porque TOCA (interesante el concepto...) después de siglos de relación, también he conocido alguna que otra que, tras breves períodos de contacto o convivencia, deciden lanzarse a la piscina... estos son más listos... se comprometen a compartir bienes antes de descubrirse del todo (si es que esto fuera posible) y salir huyendo.

La decisión, desde mi punto de vista, también es cuestión de edad. No es igual enamorarse, cegarse y anularse en los primeros años de nuestra vida, que hacerlo a partir de los 25... la visión de lo que está por venir es distinta... las inquietudes, las esperanzas, las ambiciones y los monstruos, también.

He oído hablar de mujeres que se enamoraron a los 13 años... y pasaron el resto de sus días pegadas al mismo hombre... Las primeras veces, creí que se trataba de una leyenda, un cuento del pasado, totalmente incompatible con los tiempos que corren... Pero, ¡no! Siguen existiendo estos ejemplares... aún hay mujeres que no sienten curiosidad por el mundo de alrededor... por lo que la suerte podría ofrecerles y firman con los ojos cerrados aquello de: más vale lo malo conocido...

No sé dónde radica la diferencia, debe ser el exceso de testosterona, pero me siento incapaz de crecer y acercarme a la muerte sin conocer más que una forma de querer, nada más que un carácter sexual... creo que me explico.

¿Una cobarde excusa para no admitir que no encuentro quien me aguante? ... Seguramente.

No sueño con casarme entre pétalos de rosas, ni hacerme con el vestido más espectacular. Siento vértigo al imaginar las fases de construcción de nuestro nido de amor y la posterior e inevitable decoración de la habitación del bebe. Quizás dependa del color de pelo, de la altura o el estatus social... pero hoy por hoy, no he encontrado el hombre que me persuada de lo contrario y creo que no estoy dispuesta a conformarme con los demás.

Hay cierta envidia malsana en mis palabras, se casa la mayor de mis primas, en los sucesivos años, lo harán el resto... y yo me veo, solterona aunque sonriente en cada una de las ceremonias, soportando la temida pregunta, “y tú, ¿para cuándo?”, con forzado buen humor y guiñándole un ojo a mi abuela cuando se le ocurra repetirme aquello de... “¡estás más gorda!”. Intentaré no perder la cabeza... ni entonces, ni cuando me sirvan el postre.

Es inevitable y también es positivo aceptar que no todas encontraremos al rico-guapo-inteligente-simpático-heredero, que deslumbra a nuestros padres y amigos y levanta las envidias de todas las zorras del lugar. Aquel que en un flechazo nos declaró su amor, nos regaló un castillo y desea sobre todas las cosas compartir el resto de su vida con nosotras... ¡sin escatimar en gastos! Es inevitable y positivo, y con agua se asimila mejor.

No todas tenemos la misma suerte, pero tampoco la necesitamos. Me niego a creer que todas aspiramos al mismo estilo de vida... la soledad no siempre es deseable, pero no tener un marido 10 no es sinónimo de soledad. Ahí está el error. Si el candidato puntúa 8, quizás hay que darle una oportunidad... todo depende del método de evaluación y de las necesidades de la entrevistadora. El sobresaliente debe ser aburrido... ¡o gay!

Lo que no debería ser de recibo es optar por el aprobado general para todos los mequetrefes de los alrededores. Igual es un tópico, pero si se piensa con seriedad, es cierto y demostrable: siempre hay algo mejor.

Esta cuestión es como aquella de por qué no nos toca la lotería. ¿Acaso juegas? No puedo aspirar a casarme con un terrateniente ilustrado si sólo frecuento pseudometrosexuales, pseudohombres y pseudoseres humanos. Además, me niego a vestir, actuar, pensar o peinarme como el resto de chicas de esta sala... entonces, ¿qué esperas, idiota?, ¡¿Qué te quieran tal y como eres?! Eso sólo le pasa a Bridget, y tu jefe, definitivamente, no es Hugh Grant.

También aquí cometemos el error, ¿por qué nos aferramos a un tipo de hombre? El hombre diez tiene la cara de Clooney, el cuerpo de Pitt y el encanto del vecinito del 4º... ¿Y si semejante Frankenstein no existe? Necesito una oportunidad. Más me vale adaptar el prototipo a cada momento de mi vida, a mi edad intelectual y biológica, a lo que otras relaciones me han enseñado, a los errores pasados, a los aciertos. Mi tipo no son los mayores de 30, ni los menores de 22, ni los rubios, ni los ricos, ni los abogados de renombre...

Mi tipo es aquel que me permite ser yo misma, aquel que no da importancia a la calidad de mi depilación, el que me mira a los ojos en lo bueno y en lo malo, el que admite su condición humana y no se autodefine como un semi Dios. Con él puedo llorar y reír a la vez. Mi hombre 10 es de verdad, y lo he elegido yo. Y no tengo que firmarlo, y no tiene que llegar ya.. puede tomarse su tiempo, mientras viene, lo voy a gozar.



Audio: Contigo. Sabina